Un minúsculo detalle que reafirma nuestra identidad
Por Jorge Enrique Figueroa Arango, profesor de Planta en el Instituto Forum.
A lo largo de mis seis años como docente, particularmente en temas de habilidades blandas, hay un punto que cobra especial atención: la presencia de los acuerdos previos al inicio del espacio de facilitación. Plantear o no acuerdos ha tenido un diferencial significativo en el desarrollo del proceso y en los objetivos planteados al final del espacio de formación.
Lingüísticamente, el planteamiento inicial de trabajar con acuerdos y no desde las reglas abre la posibilidad a un espacio de mayor interacción, negociación y confianza, entre el facilitador y los participantes, entendiendo que no se trata de la imposición, sino que se abren alternativas a nuevas formas de interactuar.
Dentro de los acuerdos que usualmente planteo en el desarrollo de las habilidades, contemplo, entre otros, los siguientes:
“La ley de Las Vegas”: lo que acá pasa acá queda, buscando generar un espacio seguro y de confianza entre todos.
“Honrar el respeto”: entendiendo y redefiniendo el respeto como el reconocer que todas las personas que participan del proceso tienen pensamientos distintos, que son fruto de sus experiencias y que vamos a construir desde la diferencia. ·
“La diversión”, haciendo honor al planteamiento de Einstein: la creatividad es la inteligencia divirtiéndose.
Hay otros cuatro acuerdos con especial relevancia para incorporar en el desarrollo del módulo, y para que el participante construya desde sus preconceptos y lleve incorporados a sus entornos, llámese laboral y familiar, deportivo, espiritual, etc.; me refiero a los cuatro acuerdos del libro de Miguel Ruiz:
Sé impecable con tus palabras
No te tomes nada personal
No hagas suposiciones
Haz siempre lo máximo que puedas
En este espacio, quiero compartir una experiencia en la Universidad, que alude a cómo viví uno de estos acuerdos.
Usualmente, en mi condición de facilitador, procuro llegar con mucha anticipación al salón para iniciar las labores. Ello me permite verificar la conexión y los accesos; identificar el salón; las áreas cercanas donde pueda ejecutar actividades outdoor, haciendo el mejor uso del campus; saber dónde están las tomas de energía; verificar el sonido, la distribución de la sillas y los asientos, entre otros aspectos.
Un día, llegando a las instalaciones de la Universidad, entré al salón y encontré a la persona de servicios generales organizando el salón, muy simpática. Como se identifica a todas nuestras “monitas”, ella me saludó: “Buenos días, profe”. Yo respondí: “Buenos días, monita”.
Luego, me acerqué al escritorio, saqué mi computador y los elementos que traía para desarrollar la clase. Ella, muy diligentemente, continuaba realizando sus labores de preparación del espacio del salón de clase. En ese momento, observé las tareas que ella ejecutaba y, de manera especial, me llamó la atención cuando tomó un marcador de tablero acrílico y lo puso en la repisa del tablero, no de forma horizontal como usualmente solemos ver los marcadores, sino que lo puso de manera vertical con la punta hacia abajo. Ello suscitó en mí una gran inquietud de saber. En el fondo, yo sabía o tenía mi interpretación al respecto, pero quería asegurarme si compartíamos el mismo pensamiento en relación con el motivo por el cual ella fijaba el marcador de esta forma.
Sin dejar pasar más tiempo, me acerqué a ella, interrumpí su labor y le pregunté: “Monita, permítame una pregunta: ¿por qué pone usted el marcador de esta forma?”.
Y ella, de una manera muy jocosa, me dijo: “¡Pues, profe, adivine!”.
Yo, aludiendo al tercer acuerdo del libro de Miguel Ruiz (no hacer suposiciones), que hace parte de los acuerdos de la clase, no quise suponer, sino recurrir de manera directa a la pregunta, con el fin de comprobar la razón de su actuar. Le dije: “Pudiera parecer obvio, pero deme la oportunidad de preguntarle. Quisiera oírla”.
Y ella me dijo: “Pues, profe. ¡Para que le baje la tinta y no se seque!”.
Cuando ella me respondió esto, la invité de una vez para que me regalara dos minutos de su tiempo para conversar. Ella, un poco asustada, me dijo: “¿Pasó algo, profe?”.
“No, Monita. No pasó nada. Simplemente quisiera conversar con usted dos minutos. Nunca tenemos tiempo de charlar; siempre nos vemos y me gustaría conocer un poquito más acerca de usted y su labor en la Universidad”, le dije.
La siguiente pregunta le causó una gran sorpresa, quizás un poco de temor, porque vi el evidente cambio de gestos en su cara. Le dije: “Monita, ¿a usted por qué le pagan en la Universidad? No me responda que por trabajar. Quiero saber qué hace usted”.
Ella continuaba, ya no solo con cara de asustada sino con voz cortada, y me dijo: “Profe, a mí me pagan para que, cuando usted llegue, encuentre el salón muy organizado, limpio y en condiciones para su clase. ¿Si está bien así, profe? ¿Vio algo mal?”
Y así estaba el salón: sillas junto con las mesas alineadas con la baldosa del salón (Pitágoras, Euclides y Thales estarían maravillados por la armonía de la distribución). Además, las papeleras estaban vacías, el tablero borrado, blanco y brillante; el proyector estaba encendido, las ventanas abiertas. No había ni un papel ni una mota en el piso. ¡Impecable!
-Todo está perfecto. ¡Qué buen trabajo, Monita! Pero, déjeme hacerle una última pregunta: ¿A usted le dicen algo en relación con cómo poner los marcadores?
-No, profe, no. Pero usted los necesita así. ¿No es verdad?
Ese día yo tenía una clase de cuatro horas y esta respuesta reorientó totalmente el contenido de lo que llevaba preparado. Coloquialmente diría: “me rayó la cabeza”. Por eso, gran parte de las cuatro horas estuvimos conversando acerca de cuál es el marcador que nosotros no hemos puesto de forma vertical en nuestras vidas, qué es eso que nuestro entorno no espera de nosotros, esa pequeña acción que, si la hacemos, generamos un diferencial de gran valor. ¿O acaso de qué me sirve tener la papelera vacía si no puedo plasmar en el tablero el “planteamiento estratégico o la meta de ventas”?
Esta respuesta, así de completa, no la esperaba. Y género en mí una gran admiración y reconocimiento a su labor, no solo desde su “hacer”, sino desde lo que es como persona. Agradecí y honré el hecho de compartir en la misma comunidad.
Monita, usted es el vivo ejemplo, desde el espacio donde se encuentra, de los valores que transmitimos a nuestros estudiantes; son esas acciones las que, en un “hacer” coherente con los valores, marcan y definen nuestra identidad como Universidad. La historia de ese día —su historia— estará siempre presente en cada uno de los acuerdos al inicio de mis clases, aludiendo a que ¡Siempre podemos dar algo más!
¡Gracias!
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