Releer y no reescribir
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Debates sobre la literatura infantil y juvenil
H ace algunos días, en una columna publicada por el El Magazín Cultural del diario El Espectador, acuñé el calificativo inocuidad narrativa para referirme a la tendencia editorial –más presente en los productos culturales destinados a los niños– de eliminar todos los detalles que algún sector de la sociedad considera nocivo para la formación o el desarrollo infantil. Es un concepto por desarrollar y que será pertinente someter a discusiones. Vino al caso en respuesta a la noticia sobre el proyecto que adelanta la editorial Puffin de reescribir las obras de Roald Dahl, con el objetivo de que tengan «un lenguaje incluyente y representaciones más auténticas», según dio a conocer el diario inglés The Telegraph. Los detalles ya son bien conocidos: ya no hay niños «gordos» sino «grandes», y Matilda ya no lee a Rudyard Kipling, sino a Jane Austen, entre centenares de cambios más.
En esa columna, decía que la inocuidad narrativa es «un síntoma de la crisis de pensamiento y de la lectura crítica» y advertía que nos llevaría a la edición de relatos sosos, poco profundos e irreflexivos sobre nuestra historia, nuestra condición humana, el mundo o cualquiera que sea el tema de las narraciones.
Al respecto, por ahora, hay dos elementos que quedaron resonando sobre el concepto de inocuidad narrativa: uno, si es un síntoma estrictamente ligado a la reescritura de obras o la cultura de la cancelación; y, dos, si llamamos inocuos a todos los relatos que abordan la inclusión como tema central o parcial de una obra.
Ambas respuestas son negativas. En el primer caso, es oportuno decir que la búsqueda de la inocuidad narrativa ha coexistido con la humanidad. En la literatura infantil, se remonta a la transformación de los cuentos de hadas como relatos para niños (pues no tenían originalmente esa destinación), lo que incluyó la eliminación de escenas «fuertes», cambios en los personajes y la inclusión de mecanismos más fantásticos para crear finales felices. En el ejemplo más conocido, Caperucita Roja ya no es devorada por el lobo, sino que sobrevive y hasta saca a su abuela viva de la panza del animal.
Sin embargo, la búsqueda de la inocuidad narrativa también incluyó la censura o prohibición de la circulación de obras como El Principito, en Argentina, durante la dictadura de Videla; Harry Potter en los Emiratos Árabes Unidos; Alicia en el País de las Maravillas, en China, o Tintín en el Congo, en el Reino Unido. Además, en 2019 se conoció un listado de once libros infantiles prohibidos o censurados en las bibliotecas escolares de los Estados Unidos.
También hay casos como la prohibición de algunos episodios de Bob Esponja en Estados Unidos, o Peppa Pig en Australia, por diferentes razones. La historia de la ficción infantil está llena de obras prohibidas y relatos que lograron abrirse camino por su irreverencia.
Y esto nos lleva al segundo punto por tratar. Vemos que lo anterior no significa decir ni que los relatos irreverentes son inapropiados ni que la literatura que aborda temas de inclusión y diversidad también lo sea. Todo lo contrario: se trata de relatos profundos, con múltiples capas de interpretación y opciones para diferentes edades (porque no todos los libros infantiles son para todas las edades). Los cuentos de Elmer, de David McKee, abordan las problemáticas de la identidad y la aceptación en libros que pueden ser leídos con niños de tres a siete años. Ese mismo problema lo aborda Lygia Nunes en El bolso amarillo, una novela para edades de 10 años en adelante. Finalmente, hay matices del mismo tema, aunque más encriptados en la ciencia ficción, en Cielo rojo de David Lozano Garbala, para jóvenes de 15 años en adelante. En un ejemplo más, el cuestionamiento por la diversidad cultural está presente en El mordisco de la medianoche (Francisco Leal Quevedo), que nos muestra las dificultades por las que pasa una niña wayúu para ser aceptada en una escuela bogotana, en una narración para lectores de 12 años.
La cuestión está en que la literatura que tiene el objetivo de ser irreverente, como lo es Oliver Jeffers en El día que los crayones renunciaron, logra demostrarlo en cada aspecto del relato: en los sucesos, las palabras que usa, las ilustraciones, la tipografía, las expresiones, las características de los personajes. Todos los elementos construyen una parte de un significado que el lector decodifica. En el relato, no se puede ser irreverente, absurdo, surrealista, crítico, tenebroso, o lo que sea, en una parte sí y en otra no. Precisamente, ese es uno de los aspectos que eleva a la literatura al nivel de arte, incluyendo a la infantil y la juvenil. De ahí que cambiar un porcentaje de las palabras en los cuentos existentes ni resuelve ni trata el problema de la inclusión. Lo resuelve quien decide abordarlo de lleno, con todo el aparato narrativo, como lo hace Canticuénticos en la canción Juntes hay que jugar, que logra ser profunda, bella y pegajosa al mismo tiempo.
De modo que la búsqueda de la inocuidad, como síntoma de la crisis de la lectura crítica, va más allá de los libros. Tenemos casos en el cine, la televisión y otras manifestaciones culturales. No obstante, mientras la tensión por la reescritura de obras parece acentuarse, la inclusión se abre camino con la creación de nuevas manifestaciones irreverentes sin inocuidades. El debate, entonces, no debe centrarse en cómo reescribir las obras existentes, sino en cómo incorporar y abordar la lectura de los nuevos relatos que hacen referencia a las tensiones de nuestra época.
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