La mente política:¿para qué sirve y como destruirla?
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Donald Trump está loco?, ¿los colombianos tenemos amnesia?, ¿Gustavo Petro tiene Asperger?, ¿los desmovilizados tienen sed de venganza? Es usual escuchar estas preguntas cuando uno se presenta como psicólogo político, pero representan muy poco de nuestro trabajo y laboratorios. Sin embargo, es cierto que estamos en el punto de encuentro de psicólogos, politólogos, internacionalistas y psiquiatras. Aún más, por su extensión y enfoque, este campo se articula con la historia, la sociología, la economía, la antropología y la comunicación.
Existe una estupenda descripción de la psicología política, entendida como la aplicación de todo lo que sabemos sobre el comportamiento humano al estudio de la política. Esta forma de verlo reconoce que hay tanta diversidad en lo que consideramos político, como en la forma apropiada de analizarlo. Así, el centro de la disciplina está en entender, predecir y transformar el comportamiento del ciudadano. A diferencia de otros campos de la psicología, el ciudadano, como miembro de un sistema político, es el protagonista por excelencia del campo político.
Antes que un interés en la estructura y la función de las instituciones, los psicólogos políticos enfocan los procesos psicológicos que ocurren cuando un ciudadano interactúa con el sistema. De hecho, este campo se estructura en cuatro grandes ramas con un marcado acento en el comportamiento: (1) la construcción de teorías del comportamiento político, (2) la toma de decisiones en contextos internacionales, (3) el comportamiento colectivo y de masas, y (4) el comportamiento entre grupos. Así, la versión de la psicología sobre la política está en el comportamiento.
Ahora, ¿cómo las acciones de la psicología política influyen o no en las decisiones y los comportamientos de los votantes? Compartimos este cuestionamiento con quienes estudiamos la política, y está en la base de nuestra comprensión científica y nuestra postura ética. Creo que esta pregunta atañe a cuál tecnología se produce en el campo y a cuáles son sus límites técnicos.
La primera pregunta apunta a determinar para qué sirve saber lo que sabemos. En las elecciones regionales de México en 2009 (Alberto Chong et al., 2015), se distribuyeron 44.000 volantes con información sobre qué tan involucrados estaban los candidatos en actos corruptos. El estudio buscó motivar a los votantes a no elegir a los candidatos corruptos, mostrando información consistente, clara y verídica. El estudio es ya un clásico, pues mostró que la intervención no cambia la intención de voto por el candidato corrupto, sino que motiva a los ciudadanos a abstenerse de votar. Resulta que percibir que la corrupción es abrumadoramente incidente hace que las personas dejen de pensar que pueden hacer una diferencia y, por lo tanto, prefieren quedarse en casa.
Nuestra postura ética debe ser apegarnos a lo que conocemos que es y no a lo que queremos que sea. En 2020, Milan Školník encontró que es mucho más plausible que las personas se desmovilicen al tomar conciencia de la corrupción a que piensen en que se despertará una ciudadanía crítica que se movilice por una política honesta.
La segunda pregunta es qué tan equivocados estamos sobre lo que sabemos. Imagine que está a mitad de su carrera universitaria y Science, una de las revistas más prestigiosas en ciencia, muestra una rigurosa evidencia sobre cómo más de la mitad de los estudios en su disciplina son falsos positivos. Para quienes nos formamos en ciencia en la década pasada no hizo falta imaginarlo, pues somos la generación que redescubrió (ya había indicios) que el 64 % de los estudios en psicología no pueden replicarse. Si en nuestro entrenamiento veíamos un experimento que “funcionaba”, era más probable que fuera una casualidad que algo que realmente funciona. ¿Nos estábamos formando en patrañas? ¿Debíamos creer lo que aprendíamos?.
Difícilmente escuchará decir a un analista del comportamiento político que su trabajo no funcionó; todo se observó según lo hipotetizado, todo programa es un éxito. Este es el mayor dilema ético en la investigación política, pues incluso, cuando nuestro trabajo funciona para resolver problemas sociales, el científico debe estar dispuesto a cambiar sus creencias sobre el mundo y los ciudadanos. Los valores motivan espacios de cambio deseable en la política; la ciencia los pone a prueba. Creo que ante cualquier científico que esté seguro de que algo debe aplicarse en la sociedad, también debe preguntarse primero qué falta observar para que el investigador se dé cuenta de que está equivocado, de que algo no debería ser.
La pregunta que motiva esta columna es la siguiente: ¿tenemos algo que decir los psicólogos políticos sobre las elecciones de octubre en Colombia?
- Primero: quisiéramos tener respuestas claras sobre cómo aliviar los problemas sociales en la política. Hay muchas creencias irracionales sobre lo que podemos cambiar entre la gente en política, pero la mente humana es un filo de navaja que hay que tomar en serio.
- Segundo: hay mucho trabajo pendiente con el cambio de la política, ideales que los ciudadanos tenemos sobre votaciones, relaciones intergrupales, relaciones internacionales, protestas. Si algo queda para quienes se entrenan en el campo del comportamiento político es que siempre hay que ver el trabajo como algo que puede y debe desafiar lo que creíamos antes. El avance de esta ciencia depende de la formación de profesionales dispuestos a mejorar, no dispuestos siempre a tener la razón.
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