Economía del lenguaje: voces de androides

¿Qué pasa con quienes inflan las palabras para parecer más inteligentes, educados o expertos? El camino no es leer libretos, sino crear un discurso para marcar la diferencia.

Por: Jairo Valderrama*
*Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral (Argentina) y profesor de la Facultad de Comunicación de La Universidad de la Sabana (Colombia).

Hay quienes están convencidos de que usar palabras o expresiones novedosas, aquellas que jamás pronunciarían en la vida diaria, abre los caminos para ganar reconocimiento, dinero o alto nivel académico. Sin embargo, cuando ni siquiera existe una intuición de qué se dice, una situación tan ridícula como esa apunta más a despertar solo la risa o la lástima.

El famoso cómico mexicano Cantinflas llamaba a esto la ‘inflación palabraria’, un lenguaje hueco y ostentoso para sostener o crear la imagen de un estatus, pero solo la imagen. Eso pasa, por ejemplo, con la ultratrilladísima palabra ‘tema’, cuatro letras que ya insinúan en estos tiempos la indigencia léxica de quienes tanto las usan.

Los casos se multiplican. Las llamadas telefónicas, por lo regular inoportunas, de los oferentes de créditos representan con claridad este fenómeno. No bien se fija el móvil al oído, aparece esa ráfaga de vocablos pronunciados por un desconocido, que finge preocuparse por nosotros, porque de entrada saluda con nuestro nombre propio que lee en una base de datos (porque eso somos: ¡un dato!). Luego, indaga por nuestra condición: “¿Cómo le ha ido?, ¿cómo ha estado?”. Y con su metralleta de palabras hasta nos impide responder, y sigue disparando: “¿Bien? ¡Ah, bueno!”. Ya da por sentado que estamos ‘bien’, porque, al parecer, ha sido instruido para impedir que su interlocutor respire. Y continúa, continúa, continúa… Y solo el agotamiento de la paciencia (siempre hay un límite) nos lleva a cortar la llamada. No obstante, pocos conocedores del mercadeo han notado que el asedio acaba por fastidiar.

Imponer un lenguaje encuadrado es imponer, también, una manera de pensar y, asimismo, unas maneras de proceder. Desde este referente, controlar un lenguaje, y más si es colectivo, es controlar las acciones de los otros. Por eso, que nadie se sorprenda al precisar por qué los medios de información de mayor cobertura e influencia están en manos de quienes moldean una percepción masificada del mundo.

Ese lenguaje impostado, es fácil deducirlo, no corresponde a ningún grupo social ni a ninguna cultura nativa. Es la creación de un sistema globalizado que busca formatear con las palabras un comportamiento generalizado, para abrir grietas y filtrar por allí el discurso del consumismo desenfrenado. Son voces impresionables, pero solo plausibles por su forma y su aparente novedad, con un contenido que apenas cubre el vacío de un silencio. Y esa falta de sustancia reflexiva está enmarcada en un libreto, en un parlamento que debe reiterarse una y otra vez, en las palabras de los vendedores y de los medios de información.

Tales conductas también se han trasladado a los servicios domiciliarios. Aunque la inteligencia hasta hace poco era un atributo solo del ser humano, ahora los jóvenes técnicos que instalan las señales de televisión por cable dicen “Smart Tv”, como si “televisor” fuera una grosería. Es posible que hayan escuchado tal expresión en sus jefes, y esta les haya parecido muy chic para impresionar a sus amigos, familiares y clientes. Ante ello, no obstante, se ruborizan cuando alguien destaca su elevada formación en la lengua inglesa.

Quizás también, a pesar de no entender nada a profundidad, infinidad de empleados repite un léxico insustancial solo porque procede de alguien con mayor poder, de mando o intelectual. De igual manera y debido a que se conciben muchas tendencias de la moda en el habla, por supuesto para cambiar conductas, se inunda a la sociedad con voces que cumplen un papel semejante al de los productos de belleza: esconder la realidad. Y así llegan “disrupción”, “resiliencia”, “innovación” (aunque sea más de lo mismo) “aperturar”, “reinventarse”, “experiencia”, “conectar” (como un electrodoméstico), “impacto”, “sinergia”, “empoderarse”, “sustentabilidad”, “visibilizar” … ¡Sonoras pompas de jabón!

Creyendo haber adquirido un léxico propio y, con frecuencia, obviando las normas del lenguaje oficial (“serían cien mil pesos”), aparece también, con un uniforme (“una forma”) impecable, el joven de la cafetería que, frente a la caja registradora, indaga por los productos que va a solicitar cada cliente. Basta escucharlo por unos minutos más para probar que repite de manera incesante las mismas palabras y en el mismo orden para cada persona que solicita su atención. Y, como una grabadora circular, ese canturreo puede durar horas enteras…

Esa falta de naturalidad en la expresión y esa manifestación cuadriculada desdibujan el referente que se ha conservado hasta entonces de una persona, que se supone debe reír, llorar, bromear, enojarse o distraerse, como un ser sintiente y sensible. Y con ello, la fuerza que ahora toma la inteligencia artificial aumenta en gran medida la eventualidad de tratar en un futuro cercano no con personas, sino con avatares, autómatas, por supuesto con apariencia humana, pero solo con apariencia, y en medio de unos hologramas que nos engañen.

 “Por curiosidad, alguien preguntaría por esa manera postiza, risible a veces, y auténticamente artificial en que un androide como este se dirige a los clientes. Él respondería: “Es que aquí, en la empresa, nos capacitan”. Pero, un oyente atento y reflexivo, mientras se retira con un café en la mano, bien podría decirse: “Creo que los incapacitan”.