Cicatrices de guerra: cuando la familia es la víctima
El impacto del conflicto armado en la estructura familiar se ve retratado a través de distintas historias condensadas en el artículo académico Desintegración y recomposición de la unidad familiar de las víctimas del conflicto armado en Colombia, encabezado por Iván Moreno, profesor e investigador del Instituto de La Familia. Este trabajo evidencia cómo el conflicto armado en Colombia generó en las familias sentimientos de tristeza, temor, desconfianza y pérdida de identidad como grupo, provocando el debilitamiento de las relaciones familiares. Además, hace visible un cambio de roles y, como consecuencia, el distanciamiento entre los integrantes.
Asimismo, hubo un empoderamiento de las mujeres en su función como cabeza de familia, dando soporte emocional y económico, y mostrando su resiliencia, emprendimiento y generosidad, lo cual permitió la posterior recomposición de la familia.
A continuación, conoce la historia de la familia López, uno de los relatos del estudio: Llegaron armados a la finca. Mi abuelito salió al patio con la toalla en el hombro, porque él siempre andaba con la toalla en el hombro, y el señor le dijo: “¡Las manos!”. Y mi abuelito dijo: “¡Yo no les voy a dar las manos!”. Después de ese momento, la vida de la familia López cambió para siempre.
Esta es la historia de Édgar, quien, como muchas otras personas del país, fue desplazado de su ciudad natal a raíz del conflicto armado y debió construir una nueva vida en Bogotá junto a su abuela, madre y tíos. Édgar asegura que, al día siguiente del crimen, su abuela recibió amenazas de muerte y, por eso, emprendieron un nuevo rumbo. Les tocó comenzar de cero y no fue fácil.
Su esposa, que siempre dependió económicamente de su marido, encargada de los quehaceres del hogar, se vio obligada a buscar la manera de generar ingresos para atender sus necesidades básicas y las de sus hijos. Entonces, ella se volvió una figura de autoridad y respeto dentro que la familia, a quien nadie cuestionaba.
El desplazamiento les implicó pasar noches en la calle y días sin comer. Además, tuvieron que reconfigurar los roles, como el de la figura de líder de la abuela, mientras que los tíos se apropiaron del rol de proveedores y protectores, lo cual también les daba la capacidad de tomar decisiones. Por otra parte, la familia comenzó a desintegrarse, pues algunas de las hijas tomaron otro rumbo y se fueron a vivir al campo.
La falta de oportunidades llevó a que los miembros de la familia buscaran una oportunidad en ciudades distintas y, aunque con algunos intentan verse una o dos veces al año, Édgar dice: “Esta separación es el resultado de la violencia que, además de alejarlos físicamente, los distanció emocionalmente, circunstancia que les impide reconocerse como una familia unida”. Por otra parte, considera que entre ellos no existe la suficiente confianza para compartir las sensaciones que dejó ese pasado de violencia. Se reconocen como familia, pero no se sienten cómodos hablando de esas emociones íntimas. Así, la función de la familia como red de apoyo deja de existir.
Con un “no” rotundo, Édgar asegura que su familia no volverá a la finca de donde fueron obligados a salir. Dice que permanecerán en el lugar que cada uno ha fijado como su hogar, en Bogotá y Bucaramanga, y que procurarán que las relaciones familiares no decaigan. Finaliza la conversación diciendo que espera que su familia no tenga que volver a ponerle la cara a la violencia, pues ni él ni su familia tendrían la fortaleza física o emocional para sobrellevarla. Ya ha sido mucho para ellos llevar el dolor de un ser querido que ya no está por culpa de los grupos armados. Asegura que otro hecho similar destruiría sus logros: “Lo más difícil de continuar es seguir sonriendo”.